martes, 6 de marzo de 2012

EL PUEBLO FALTA


EL PUEBLO FALTA

(Escorzos a expensas de un debate reciente)

Carlos Enrique Restrepo y Ernesto Hernández

Es natural e incluso deseable que se exija de los filósofos mucho más que su proba capacidad de urdir excelsos discursos y se los inste a modularlos y moldearlos de cara a las realidades inmediatas siempre inaplazables. A tal efecto, sea la ocasión de lanzar dos fórmulas que, en tono menor, exigen del filósofo su presencia en el presente:

No ser indignos de lo que nos pasa: lo cual querría decir que, en la dimensión discursiva de la filosofía, se hace necesario rectificar el uso de los conceptos para que estos devengan útiles respecto de las realidades ante las que se formulan. Esta exigencia de consecuencia histórica, empírica y práctica no es accesoria, sino que en ella estriban la pertinencia de los saberes, el uso público de la razón y el compromiso de los intelectuales. Así pues, la conciencia filosófica ha de ser conciencia del acontecimiento y componente del agenciamiento. En ese caso, el filósofo deja de tratar los conceptos como si fuesen cosas en sí mismas, para hacer de los conceptos cosas que producen efectos, lo que Foucault denominaba “caja de herramientas”.

Tenemos el gobierno que nos merecemos: la política ciertamente exige una audacia que le es esquiva a los gobernados: barreras, pasadizos y umbrales que componen el montaje de una máquina de representaciones enrarecidas, y para cuyo tratamiento no basta la opaca linterna (lumen naturale) de la razón. Al contrario, los gobernados saben que cada acción actual es un acto político, entendido como experimentación que produce una distancia con la política. En cierto modo, lo único que tienen los gobernados son sus distancias y sus velocidades, y éstas  se intensifican allí donde una lucha social exige no dejar escapar “la potencia y la riqueza viva de la realidad en curso”, acechar lo imprevisible, formar los pensamientos al tenor de los devenires, y estar a la altura de los acontecimientos.

A despecho, pues, de los filósofos, estos no son los tiempos de la Ilustración. En las condiciones geohistóricas que son las nuestras resulta de todo punto improcedente hablar de “Estado”, de “democracia”, de “sujeto de derecho” o de “pueblo” como un estado de cosas ya logrado, o al que pese a todo nos conduce algún inexplicable prodigio en el camino seguro del proceso de la civilización. Tales conceptos se desdibujan al contrastarlos con nuestras realidades anexactas: la de un proceso de estatización en las condiciones de una guerra de carácter irregular en su contexto local y con una marcada asimetría en su contexto global; la de una ciudadanía reducida a la condición terminal de los millones de excluidos, desclasados y marginados; la de un pueblo que falta maniatado y omniausente de los procesos de administración y gestión políticas. 

En la descripción de María Teresa Uribe, la nuestra es una realidad en la que “una soberanía en vilo y una ciudadanía virtual terminan por producir fenómenos de inorganicidad y de fragmentación en la amplia y compleja fronda de la burocracia estatal (…) Lo que ocurre es que la administración y la gestión transcurren por los circuitos del conflicto armado y bajo las lógicas y las gramáticas bélicas”. Así el estado de excepción se vuelve el estado permanente, y la caricatura del orden constitucional queda dependiendo de un estado de corrupción tan generalizado que se vuelve regla. Las concepciones orgánicas del Estado para las que éste podría ser representado como un cuerpo en el que la cabeza es el poder soberano, las leyes y costumbres son el cerebro, y los jueces y magistrados los órganos ejecutores  resultan demasiado ingenuas a los ojos de la jurisprudencia y el arte de gobernar post-moderno, así como las que lo describen como un árbol –con sus raíces, su tronco y sus ramas– a la manera de Tocqueville. 

Organizado ya sea como cuerpo o árbol, Estado sólo puede haber a condición de estatizar permanentemente, de impedir, taponar, dejar pasar, recortar, escarificar, marcar, inscribir la letra en el cuerpo como herida significante, o la letra, como letra de cambio, para colonizar el espíritu y gestionar su avidez… Mas todo huye, atravesado por flujos irresistibles, por movimientos geológicos, por velocidades infinitas: el Estado pierde su sitio, se hace inhabitable, ingobernable y el sitio, lo habitado, deviene potencia ya no sólo constituyente, sino vida que se autoafirma allí donde despuntan al fin un pueblo y sus posibles.




“Reproduzca esta información, hágala circular por los medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo, oralmente. Mande copias a sus amigos: nueve de cada diez las estarán esperando. Millones quieren ser informados. El terror se basa en la incomunicación. Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad. Derrote el terror. Haga circular esta información”.
Rodolfo Walsh

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