miércoles, 1 de febrero de 2012

EL PUEBLO FALTA: PODER POPULAR Y POTENCIA CONSTITUYENTE


EL PUEBLO FALTA
Poder popular y potencia constituyente

Carlos Enrique Restrepo y Ernesto Hernández



Es natural e incluso deseable que se exija de los filósofos mucho más que su proba capacidad de urdir excelsos discursos y se los inste a modularlos y moldearlos de cara a las realidades inmediatas respecto a las que se formulan. El filósofo lo es de su época, aún cuando se dirige contra la época, y esta condición le impone la exigencia de dar cuenta de su presencia circunstancial en ese dinamismo histórico-espacio-temporal. A tal efecto, sea la ocasión de recordar dos fórmulas que, en tono menor, reclaman del filósofo su presencia en el presente:

“No ser indignos de lo que nos pasa”: quizá es esta la única fórmula ética para una vida filosófica, pues para una filosofía práctica no hay diferencia entre lo que una cosa es y lo que hace, ya que “la razón o causa por la que (…) algo obra y la razón o causa por la cual existe, son una sola y misma cosa” . Referido a la dimensión discursiva de la filosofía, esto significa que el sentido de los conceptos sólo puede ser su uso, y que su uso se debe estimar y definir por el modo como éstos se componen con el afuera. Tal exigencia de consecuencia histórica, empírica y práctica no es, por tanto, accesoria, sino que en ella estriban la pertinencia de los saberes, el derecho de hacer uso público de la razón y el compromiso de los intelectuales. La conciencia filosófica ha de ser conciencia del acontecimiento y componente del agenciamiento. En ese caso, el filósofo deja de tratar los conceptos como si fuesen cosas cerradas sobre sí mismas, para hacer de los conceptos cosas que por sí mismas producen efectos, que devienen acontecimiento, lo que Foucault denominaba “caja de herramientas”.

“Tenemos el gobierno que nos merecemos”: la política ciertamente exige otra audacia que la de los conceptos puros, a menudo también esquiva para los gobernados. Barreras que se desplazan indefinidamente, pasadizos laterales, serializaciones, repeticiones y umbrales hacen de ella un gran teatro de los procedimientos, una máquina de representaciones enrarecidas para cuyo tratamiento no basta la opaca linterna (lumen naturale) de la razón. Por su parte, los gobernados saben que cada acción actual es un acto político, entendido como experimentación que produce una distancia con la política. En cierto modo, lo único que tienen los gobernados son sus distancias y sus velocidades, y éstas se intensifican allí donde una lucha social exige no dejar escapar “la potencia y la riqueza viva de la realidad en curso” , acechar lo imprevisible, formar los pensamientos al tenor de los devenires, y estar a la altura de los acontecimientos.

A diferencia, pues, del ilustrado, que como hombre demócrata se ha hecho juez, el filósofo ha devenido heterócrata, señor de las multiplicidades y pieza de las minorías. Es él quien nos recuerda las condiciones geohistóricas que son las nuestras, y en vista de las cuales resulta de todo punto improcedente hablar de “Estado”, de “democracia”, de “sujeto de derecho” o de “pueblo” como un estado de cosas ya logrado, o al que necesariamente nos conduce algún inexplicable prodigio en el camino seguro del proceso de la civilización. Tales conceptos se desdibujan al contrastarlos con nuestras realidades anexactas: la de un proceso de estatización en las condiciones de una guerra de carácter irregular en su contexto local y con una marcada asimetría en el contexto global; la de una ciudadanía reducida a la condición terminal de los millones de excluidos, desclasados y marginados; la de un pueblo que falta reducido a su condición de muestra encuestable y reconocido sólo como mayoría electoral, estadísticamente silenciado, objetivamente impotenciado, constitucionalmente maniatado y omniausente de los procesos de administración y gestión políticas. En la descripción de María Teresa Uribe, la nuestra es una realidad en la que “una soberanía en vilo y una ciudadanía virtual terminan por producir fenómenos de inorganicidad y de fragmentación en la amplia y compleja fronda de la burocracia estatal (…) Lo que ocurre es que la administración y la gestión transcurren por los circuitos del conflicto armado y bajo las lógicas y las gramáticas bélicas” . Así el estado de excepción se vuelve el estado permanente, y la caricatura del orden constitucional queda dependiendo de un estado de corrupción tan generalizado que se vuelve regla. Las concepciones orgánicas del Estado para las que éste podría ser representado como un cuerpo en el que la cabeza es el poder soberano, las leyes y costumbres son el cerebro, y los jueces y magistrados los órganos ejecutores  resultan demasiado ingenuas a los ojos de la jurisprudencia y el arte de gobernar postmoderno, así como las que lo describen como un árbol —con sus raíces, su tronco y sus ramas— a la manera de Tocqueville. Organizado ya sea como cuerpo o árbol, Estado sólo puede haber a condición de estatizar permanentemente, de impedir, taponar, dejar pasar, recortar, escarificar, marcar, inscribir la letra en el cuerpo como herida significante, o la letra, como letra de cambio, para colonizar el espíritu y gestionar su avidez… Mas todo huye, atravesado por flujos irresistibles, por movimientos geológicos, por velocidades infinitas: el Estado pierde su sitio, se hace inhabitable, ingobernable y el sitio, lo habitado, deviene potencia ya no sólo constituyente, sino vida que se autoafirma allí donde despuntan al fin un pueblo y sus posibles.

Para decirlo en un sentido más estricto: no hay Estado, el Estado no existe. Éste es apenas la manera como se designa una compleja red de dispositivos y estrategias ordenada en función de la “muerte de los pueblos” y el gobierno de los hombres, para someter sus dinamismos a regulaciones fijas, para confiscar las fuerzas vivas y sujetarlas a procesos de estatización . Como contraparte, allí donde todavía pervive un pueblo, éste no entiende al Estado y le odia como al “más frío de los monstruos fríos”, pues de la boca del Leviatán sale una y otra vez esta mentira: “Yo, el Estado, soy el pueblo” . La posibilidad de un pueblo pasa, de este modo, por su necesario litigio contra el Estado: de un lado, el Estado usurpa el lugar del pueblo asegurándose sobre él un poder constituido y conservado en el modo del establishment; por su parte, el pueblo permanece siempre como una “presencia embarazosa” y fantasmal  al interior del Estado que a expensas suyas subsiste, presencia que en rigor es ausencia, pero que cada tanto se arranca a sí misma de su anonimato para hacerse valer en su condición real de fuerza constituyente en los excepcionales momentos en los que se agencia el poder popular, cuando los gobernados no se satisfacen más con la “eterna promesa” de futuro con la que la política les hurta su “momento oportuno” (su kairós) y se reapropian ellos mismos su presente inmediato.

Pero esta fuerza popular no surge de la nada. En la fórmula de Deleuze y Guattari, un pueblo sólo puede producirse con sufrimientos abominables . Pueblo cualquiera como el palestino o el de los paeces, y en un lugar cualquiera (ab-origen), pues para los pueblos, a diferencia de las naciones, no hay acontecimiento fundador, ni fundamento como a priori ideal. Los pueblos surgen y se afirman en sus propios devenires como procesos de poblamiento, y esta relación se constituye en su íntima relación con la tierra. De hecho, no hay más pueblo que el territorial, pero por eso también un pueblo está reconstruyendo permanentemente su territorialidad: resistencias y flujos, huidas y fijaciones, éxodo y lucha. Lanzado siempre al desierto, el pueblo es quien incesantemente conjura al Estado, conjura esa barbarie venida de fuera, llegada con esos hombres de la mirada de hierro y que amenaza instalarse en el centro ilocalizable del pueblo para plantar allí su fundamento. En último término, no hay más pueblo que el nómada. Todas las naciones, con su Estado y sus fronteras, con sus ejércitos y sus gobiernos, siempre están atravesadas por esas máquinas sociales ingobernables y movedizas o en proceso de constitución: los pueblos. No se trata, empero, de múltiples pueblos, sino de movimientos que hacen multiplicidades existenciales como cristalizaciones instantáneas y locales de movimientos intensivos de nomadización.

Ciertamente, ante tales movimientos, ni filósofos ni artistas ni científicos bastan para crear un pueblo, y sin embargo, sus disciplinas están atravesadas por un clamor popular que perciben como riesgo y como promesa. Alejados de la satisfacción hedonista y cínica del hiperconfort urbano, el pueblo deja de ser para ellos un rumor lejano para tornarse un imperativo inmediato, de modo que —en la expresión de Paul Klee— no pueden dejar de necesitarlo, de reclamarlo, de invocarlo con todas sus fuerzas. El filósofo, el artista, el científico puede entonces agenciarse a esa fuerza popular de la que tanta necesidad tenemos, invocar ese pueblo que falta, lo cual implica quebrar las identidades asignadas, predefinidas, para hacer pasar algo del orden del devenir: producir nuevas pertenencias en ese maremágnum de sufrimientos que constituyen las luchas de su pueblo y que lo constituyen como hombre del pueblo, para encontrar en ellas la forma proliferante y creadora de la perplejidad. Perplejidad ante la insoportable cotidianidad, tanto como ante el hecho de que lo intolerable se haya convertido en cotidiano; singular perplejidad ante el acontecimiento, ante su inactualidad. Pero esta perplejidad no es pura y simple irresolución, duda, confusión o vacilación, pues antes que una pasividad es una tensión que envuelve el grito y la creación en el momentum mobile de una enunciación colectiva, de hecho inasignable, y que prefigura constantemente un porvenir tanto como enriquece y modula los materiales elásticos de los que está hecho el pasado. Perplejidad que es al mismo tiempo potencia de olvido —pues no se trata de saber de dónde venimos, sino de darle una función actual a la memoria— y fuerza creadora: modulación continúa de los nuevos materiales complejos en función de lo posible. Esta dificultad y esta perplejidad son como los trazos expresivos de esa “huida ante la huida” de la que nos habla Blanchot , “huida ante la huida” que traza una línea de fuga, un movimiento infinito en conexión con las luchas actuales, o con su relanzamiento en nuevas luchas y nuevas formas de lucha, cuando aquellas son traicionadas. Pues toda línea de fuga es producción de un real aquí y ahora, real que designa “la conjunción de la filosofía o del concepto con el medio presente” .

No obstante, esta conjunción no deja de correr peligros; estos amenazan permanentemente con abatir la multiplicidad constitutiva del pueblo sobre un régimen de trascendencia (los tribunales de “justicia popular” o el “ministerio” del poder popular ), cuando no con torcerla en una recaída identitaria, sea ella latinoamericana, sudaca, bolivariana u otra. En tales casos, las líneas de fuga se precipitan en líneas de abolición, cuyo riesgo inminente es traicionarse en la constitución de un nuevo cuerpo despótico. Ante tales peligros, una vez más, la estrategia singular y circunstancial es la huida: partir, mirar al sur, modificar los ejes de orientación, hacer diferir las latitudes y orientarse siguiendo los flujos, los ritmos y las variaciones geológicas, étnicas, descomponer y recomponer los hábitos y los arraigos para levantar nuevas tiendas de campaña que conformen una especie de arlequín geopolítico y ético-estético, capaz de conjurar los bloques de segmentariedad excesivamente significantes. Para el filósofo, al menos, en los encuentros de la filosofía con la no-filosofía, se trata entonces de repoblar el plano del que sin duda disponemos, y sobre el cual se proyectan tantas figuras en su viaje teofánico, con una recreación conceptual que sea provocación y devenir para el pensamiento en su intensa relación con la vida: una sophía que conjuga el bíos y el éthos en un renovado philos sobre el plano intenso de la vida.



 Profesor del Instituto de Filosofía, Universidad de Antioquia (Medellín).
 Investigador independiente. Director de las revistas El vampiro pasivo y Sé cauto (Cali).
1. Spinoza, Baruch. Ética. Madrid: Alianza Editorial, 1987, p. 253 (Libro IV: “Prefacio”).
2.Nieto López, Jaime Rafael. “Constituyente universitaria a debate”. En: Co-Respondencia, No. 203. Medellín: Asoprudea, Diciembre 12 de 2011, p. 2.
3, Uribe de Hincapié, María Teresa. Nación, ciudadano y soberano. Medellín: Corporación Región, 2005, pp. 256-257.
4. Rousseau, Jean-Jacques. Economía política. Trad. Fernando Cubides. Bogotá: Ediciones Tercer mundo, 1982, pp. 29-30.
5. Cf., Lazzarato, Maurizio. “Una filosofía de la diferencia, una política de las multiplicidades”. Entrevista para la revista Sé Cauto, No. 25. Cali: Fundación Comunidad, 2007, pp. 85-98.
6. Nietzsche, Friedrich. “Del nuevo ídolo”. Así habló Zaratustra. Madrid: Alianza, 2003, p. 86
7. Agamben, Giorgio. “¿Qué es un pueblo?”. En: Medios sin fin. Valencia: Pre-Textos, 2010, pp. 31-36.
8. Deleuze, Gilles & Guattari, Félix. ¿Qué es la filosofía? Barcelona: Anagrama, 1993, p. 111.

9. Blanchot, Maurice. La risa de los dioses. Madrid: Taurus, 1976, p. 182.
10. Deleuze, Gilles & Guattari, Félix. Op. cit., p. 102.
11. Cf., Foucault, Michel. “Sobre la justicia popular. Debate con los Maos”. En: Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones. Madrid: Alianza Editorial, 2004, pp. 36-73.




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