EL DERECHO A LA HUELGA
Por Adriana María Ruiz
Abogada de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas
Universidad de Antioquia
En el ensayo de Benjamín titulado Para una crítica de la violencia (Zur
Kritik der Gewalt, 1927) el término “crítica” no significa juicio negativo,
reproche o condena de la violencia, sino consideración, examen, evaluación de
los medios para juzgar la violencia. En sentido exacto, la palabra alemana gewalt
se traduce como violencia, pero también denota para los alemanes poder
legítimo, autoridad justificada, fuerza pública. La violencia pertenece, por
tanto y a su vez, a la esfera simbólica de lo jurídico, lo político y lo moral,
a todas las formas de autoridad o de autorización, o al menos, de voluntad a la
autoridad (Derrida, 2002, p. 83). Únicamente en la esfera de estas relaciones
se comprende la crítica al concepto de violencia: “La tarea de una crítica de
la violencia puede definirse como la exposición de su relación con el derecho y
la justicia, sobre todo en lo que respecta al primero de estos dos conceptos.”
(Benjamín, 2001, p. 109)
Benjamín encuentra en la historia del derecho estas relaciones que
corresponden al derecho natural y al derecho positivo, respectivamente. La
tradición del derecho natural juzga la aplicación de la violencia como medio
sólo a partir de los fines justos o injustos que persigue, mientras que la
tradición del derecho positivo juzga la violencia en virtud de las
transformaciones históricas, únicamente a partir de la crítica de sus medios, distinguiendo
así las formas de violencia reconocidas independientemente de los casos de su
aplicación. El reino de los fines, y por lo tanto el criterio de la justicia
del derecho natural, queda excluido de la investigación crítica de Benjamín. La
tradición positivista, en cambio, ocupa en principio el centro de su crítica a
la violencia. Más allá de juzgar el criterio de aplicación de la violencia,
Benjamín pretende juzgar el derecho positivo mismo en su íntima y compleja
relación con la violencia.
El derecho positivo prohíbe y condena la ejecución de la violencia por
fuera de su propio dominio, pues esta representa una amenaza, un peligro para
su constitución. Al respecto Benjamín pregunta: “¿Cuál es la función que hace
de la violencia algo tan amenazador para el derecho, algo tan digno de temor?”
(p. 27). El autor remite esta cuestión a la figura del gran criminal, que, más
allá de sus fines y de la tipología de sus crímenes, suscita la fascinación y
la secreta admiración del pueblo en contra del derecho, y provoca su emulación.
El gran criminal representa una eventualidad estremecedora para el pueblo y,
especialmente, para el orden del derecho, pues además de desafiar su ley y
desnudar su violencia amenaza con fundar un nuevo derecho. Un buen ejemplo de ello
es Michael Kohlhaas, el héroe y protagonista del gran escritor del romanticismo
alemán Heinrich von Kleist, que se rebela contra la imagen del orden imperial
de las alianzas y los ejércitos, y se levanta definitivamente contra la
concepción romana del Estado. El protagonista de Kleist combate la ley del
Estado en nombre de la justicia y la libertad, rehúsa la disciplina dócil y
servil arriesgándose como hombre suicida ante la violencia del poder, no sin
antes desafiar al imperio del príncipe de Hamburgo. Ciertamente, “Goethe y
Hegel, pensadores románticos del Estado, ven en Kleist un monstruo, y Kleist ha
perdido de antemano.” (Deleuze & Guattari, 2002, p. 271). Sin embargo, la
modernidad literaria está de su lado. ¡Oh Kleist! diría Nietzsche: “El hombre libre
es guerrero.” (2001, p. 121)
Pero la función de la violencia aparece igualmente temida y peligrosa
para el derecho positivo justamente allí donde todavía le es permitido a esta
manifestarse según el ordenamiento legal. Benjamín subraya al menos cinco realidades
de esta cuestión; de un lado, el derecho a la huelga y el derecho a la guerra
como violencias fundadoras de derecho; y de otro, el servicio militar
obligatorio, la moderna policía y la pena de muerte como conservadoras del
derecho a la violencia del Estado.
Para limitarnos a la primera cuestión, Benjamín distingue dos tipos de
huelga general, definidas en principio por Georges Sorel (2005). Sorel
distingue entre la huelga general política, destinada a reemplazar el poder de
un Estado por otro poder, y la huelga general proletaria, orientada a suprimir
la violencia del Estado. Según Benjamín, ambas son antitéticas. Mientras que la
huelga general política expresa violencia por cuanto condiciona la reanudación
del trabajo suspendido a las concesiones exteriores y a la modificación de
condiciones laborales convenidas, la huelga general proletaria, en cambio, no
puede considerarse violenta, sino productiva y creadora, ya que expresa la
decisión de recomponer por completo la concepción del trabajo ahora liberado de
las disposiciones normativas del Estado. La primera concepción de la huelga es
fundadora de derecho, la segunda es anárquica, en el sentido positivo del
término. Según Benjamín, la concepción soreliana de la huelga general
proletaria es profundamente ética y claramente revolucionaria, sin que se la
pueda censurar como violenta, pues “no debe juzgarse la violencia de una acción
según sus fines o consecuencias, sino sólo según la ley de sus medios”
(Ibídem). No obstante, según Benjamín, resulta obvio que la violencia del
Estado se oponga a este tipo de huelga, imputándole un carácter violento, y
admitiendo en cambio las huelgas políticas parciales aun cuando estas recurran
a mecanismos extorsivos para la satisfacción de sus fines (Ibídem).
El proletariado, organizado bajo la forma del derecho a la huelga, y el
Estado son los únicos sujetos jurídicos que tienen derecho a la violencia para
imponer ciertos fines. Uno y otro comparten, por lo tanto, el monopolio de la
violencia. En principio, el poder jurídico-estatal concede a las asociaciones
de trabajadores el derecho a la huelga bajo el modelo de la no-violencia,
entendido este como violencia pasiva, como sustracción, distanciamiento o
aversión respecto a la violencia patronal. Desde el punto de vista del derecho
o del Estado, la abstención de actuar, de no hacer determinada labor
constitutiva de la relación laboral, no significa otorgar un uso activo de la
violencia. En abierta oposición, Benjamín advierte que la violencia pasiva, por
ser pasiva, no deja de ser violencia, lo cual la huelga confirma en el momento
de la extorsión; esto es, cuando los huelguistas exigen condiciones
significativas para reanudar la labor interrumpida con respecto al patrón y sus
máquinas. En este sentido, el derecho a la huelga es
violencia-contra-violencia: la violencia de los trabajadores contra la
violencia del Estado o sus patrones, a fin de conquistar determinados
propósitos.
La tensión que suscita la contradicción de objetivos entre el Estado y
los trabajadores abre paso a la huelga general revolucionaria. Esta se produce
cuando el Estado acusa a los huelguistas de abusar y malinterpretar su derecho,
y por consiguiente declara la ilegalidad de la huelga general, la cual por su
parte, a medida que persiste, se convierte en una lucha revolucionaria que los
trabajadores amparan en su propio derecho a la acción violenta, reconocida ya
en el derecho a la huelga y, por tanto, autorizada en la ley. Esta
confrontación ilustra la contradicción práctica del Estado de derecho que
reconoce en principio una violencia cuyos fines naturales le son indiferentes,
pero ante la cual, en los casos graves de la huelga general revolucionaria,
desata su manifiesta hostilidad. Según Benjamín, esta situación permite
afirmar, aunque paradójicamente, que “un comportamiento es violento aun cuando
resulte del ejercicio de un derecho” (p. 113). De ahí se deduce la identidad
entre el derecho y la violencia que expresa, “la violencia como el ejercicio
del derecho y el derecho como ejercicio de la violencia” (Derrida, p. 89). Aquí
la violencia es activa en tanto se ejercita un derecho para derribar el orden
jurídico del cual deriva, aunque sólo parcialmente, su fuerza.
La violencia activa del derecho a la huelga, cuyo fundamento se deriva
del reconocimiento jurídico, puede, no obstante, destruir el orden del derecho.
En este caso, conviene preguntar con Derrida: “¿Cómo interpretar esta
contradicción? ¿Es sólo de facto y exterior al derecho, o bien inmanente al
derecho del Derecho?” (p. 89). Porque si la violencia no fuera más que un medio
para satisfacer un fin determinado, sería incapaz de amenazar el ordenamiento
jurídico, pero no es así. La violencia del derecho a la huelga es, en efecto,
capaz de destruir el orden jurídico-estatal mediante la creación de nuevas
relaciones de derecho relativamente consistentes en el tiempo. De este modo, la
violencia que hace peligrar el orden del derecho está alojada en el derecho
mismo, reside en su interior, y en ningún caso le sobreviene de forma exterior.
Pero la contradicción jurídica se agudiza en términos prácticos mediante la
oposición violenta del derecho del Estado frente a la violencia de los
huelguistas. Por tal razón, el Estado teme más que a ninguna otra cosa a la
violencia de la huelga, ya sea activa, ya sea pasiva, en tanto violencia
fundadora capaz de crear, justificar, transformar o legitimar nuevas relaciones
de derecho distintas a las establecidas.
Es evidente, pues, que el fundamento mismo del derecho al “derecho de
huelga” implica una relación de fuerzas entre un quid facti , la huelga
como ejercicio de un derecho que sabemos vacío y que sólo se llena cuando
alcanza su potencia expresiva deviniendo “un hecho”, y un quid juris ,
la deducción como ejercicio del juicio que, una vez enunciado, transforma
incorporalmente “el hecho”, lo enjuicia. Un derecho, sea cual sea, expresa esa
relación de fuerzas: de un lado, en la forma enunciativa de la jurisprudencia,
y de otro lado, en el ejercicio arbitrario y anárquico, no regulado, de la
re-acción que, fugándose u oponiéndose, limita la fuerza ejercida sobre tal o
cual grupo, el cual entonces deviene agenciamiento colectivo bajo la forma de
la resistencia. La resistencia, en tanto que es a la vez fuga y oposición, es
violencia que da a hacer, que provoca pensar, desviándose del juicio. Ese
aspecto de la resistencia, el del desvío, el de la errancia autónoma que alisa
los espacios estriados de la polis, es temible y temido por todos los poderes
anclados o establecidos, pues resistir empieza a ser “construir un problema” y
asumir una “posición de problema”: en una palabra, modificar las condiciones
bajo las cuales los problemas son planteados, ya que los problemas se merecen
las soluciones de acuerdo a las condiciones determinadas en que se formulan. En
la fuga, en el éxodo como ejercicio arbitrario de la potencia de actuar, hay
que crear un problema, determinar sus nuevas condiciones y reconquistar
territorios existenciales hechos posibles solamente allí donde enormes cargas
de decisión irrevocable desmarcan las fronteras del derecho y refundan nuevos
espacios de libertad.
Bibliografía
Benjamin, W. (2001). Para la crítica de la violencia. Trad. H. A.
Murena. México: Ediciones Coyoacán.
Deleuze, G. & Guattari, F. (2001). Mil Mesetas. Trad. J.
Vásquez. Valencia: Pre-textos.
Derrida, J. (2002). Fuerza de Ley. El fundamento místico de la
autoridad. Trad. A. Barberá y P. Pañalver. Madrid: Tecnos.
Kleist, H. (1994). La asombrosa guerra de Michael Kohlhaas. Trad.
H. Ferrán. Bogotá: Altamar.
Nietzsche, F. (2001). El crepúsculo de los ídolos. Trad. A.
Sánchez Pascual. Madrid: Alianza.
Sorel, G. (2005). Reflexiones sobre la violencia. Trad. F.
Trapero. Madrid: Alianza.
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